30.9.05

57._ Inminencia

Todo esto que hemos dicho lo creían y esperaban los discípulos y discípulas de Jesús. Pero ellos, naturalmente, no sabían nada del "umbral de la emergencia última", ni del "tiempo personal", ni del "bucle en el tiempo". Ellos esperaban que todo ocurriera "ya mismo", en su época, aquí en la Tierra, inminentemente, tal como lo había dicho Jesús. Esperaban, para "uno de estos días", el acontecimiento prodigioso: que literalmente apareciera Jesucristo como Hijo del Hombre, viniendo sobre las nubes para implantar su Reino, derrotando a los romanos, confundiendo a las autoridades judías, juzgando a los injustos, y recompensándolos a ellos.

Su preocupación era por los "hermanos" que morían, si acaso iban a perderse el gran acontecimiento; pero Pablo los consolaba asegurándoles que los que murieran en esa esperanza resucitarían los primeros, que no se perderían nada. Era ciertamente una fe ingenua, bastante absurda, aunque era una fe inquebrantable, maravillosa, por la que arriesgaban y dejaban todo. Vivían esperando, entusiasmados e impacientes, la venida del Señor, la "Parusía"; en cualquier momento, sorpresivamente, como había dicho el Señor: "no sabéis el día ni la hora".
Esperaban, seguramente, verse pronto libres de la esclavitud, de la enfermedad, de la violencia, de la brutalidad, de todas sus carencias y limitaciones, de las innumerables penurias de la vida; pero estaban dispuestos a compartir sus bienes, a servirse unos a otros, a trabajar infatigablemente, a arriesgar y perder la vida por ello.
Pensaban, tal vez, que eran el "resto" fiel que sería recompensado, elevado a los más altos sitiales del Reino; pero invitaban a unírseles a toda la gente, de todas partes, ricos y pobres, libres y esclavos, judíos y gentiles, de toda clase y condición, abriéndoles generosamente los brazos, para acogerlos como hermanos en su comunidad, en su "iglesia".

58._ Iglesia

Así proliferaron, y prosperaron, comunidades por todas las regiones y ciudades en torno al Mediterráneo y más allá. Se reunían para comentar lo que había pasado en días del Maestro, para compartir y acrecentar mutuamente su fe en la resurrección, para contarse una vez más --y por vez primera a los recién llegados--, los dichos y hechos de su Maestro, y para ir así comprendiéndolos cada vez mejor.
Pasaron los años; los ancianos que habían sido testigos presenciales de la vida de Jesús, los primeros apóstoles, fueron muriendo; sus amigos y discípulos fueron poniendo por escrito los relatos y doctrinas que les habían oído; innumerables relatos, orales y escritos, fueron recogiéndose, compilándose, para formar escritos mayores utilizados autorizadamente, oficialmente, reconocidos y aceptados por todos --entre otros muchos rechazados--, en distintas ciudades y regiones; posteriormente fueron reunidos en libros: los "evangelios" de (los sucesores de) Marcos, Mateo, Lucas y Juan, y las cartas más importantes --sobre todo las del converso Pablo, el ex-fariseo apóstol de los gentiles, que había desarrollado la primera teología cristiana--, y los "Hechos de los Apóstoles" y el "Apocalipsis de Juan"; todos escritos en su forma definitiva alrededor de medio siglo después de Cristo.

59._ Peregrinaje y misión

Según iban pasando los años y muriendo las gentes, sin que apareciera el Reino de Dios, se fue planteando inevitablemente la inquietante duda: ¿estaba equivocado Jesús?
Él había dicho que no pasaría una generación sin que todo se cumpliera; pero esa generación había pasado y el Reino no era visible; al contrario, aumentaban las persecuciones y las desgracias.
Entonces fueron asumiendo la convicción de que la venida de Jesucristo, la Parusía, la "segunda venida", tardaría todavía mucho; de que había que ir preparando el Reino poco a poco en la vida práctica, normal, en "este mundo". En vez de quedarse mirando hacia las nubes para ver aparecer sobre ellas al Hijo del Hombre, les pareció ver ascender a Jesucristo hacia las nubes, mientras los ángeles les decían:"¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Él volverá, tal como se ha ido".

Ahora empieza el largo peregrinaje de la iglesia de Jesucristo por la historia, como fue el peregrinaje de Israel por el desierto; vendrán los becerros de oro, las apostasías, las idolatrías, las violencias y los crímenes --muchos en nombre de Dios y de Cristo--; pero también los arrepentimientos, las obras de justicia y misericordia, las oraciones, el maná y las codornices; y al final aguarda --como entonces-- la Tierra Prometida.

La Iglesia deberá trabajar en este mundo por el Reino, llamando a todos a la conversión, proclamando la buena nueva, reforzando la ética que conduce a la humanidad a la consecución de la Novedad Última.

Ciertamente, la presencia del espíritu de Dios en el nivel de emergencia humano, como unas "gotas de providencia en el mar del azar y la necesidad", o como una "voz secreta", guía a la humanidad en su empresa de auto-acabamiento; sin embargo, no deja de ser inseguro su éxito; es obvio que al Espíritu le viene bien un reforzamiento, y no es irrespetuoso afirmarlo, puesto que le viene de Sí mismo.

Es el espíritu de Redención quien acude en refuerzo del espíritu de Creación, siendo ambos dos "momentos" del mismo espíritu de Dios. Como dijimos anteriormente: "no debemos olvidar que al hablar de la Redención estamos hablando de un ‘bucle’ en el tiempo. El espíritu de Dios, actuante en la Redención, refuerza su acción creadora inmanente en la naturaleza, en la humanidad. Dios ‘se realiza a Sí mismo' también mediante la Redención." ¿Podría imaginarse un mejor refuerzo que el aportado por el propio fin para el reconocimiento de los medios que a él conducen?
Así, Dios no nos deja en el riesgo de no conseguir oír su débil "voz secreta", sino que la amplifica y la explica abundantemente: la ética natural, la del "amor a Dios y al prójimo", se completa con la ética de "amaos como yo os he amado"; el rostro ignoto de un Dios sólo plausible se vuelve el rostro revelado del Padre benevolente.

La ética natural, que busca a Dios, conoce la necesidad de contar con los demás. Más aún: es al abrirse a los demás para encontrar conjuntamente la propia realización, que se le plantea el proyecto de Dios. Pero nunca está suficientemente claro, en el concreto desarrollo histórico, cuál es el valor del individuo; puede parecer que cada individuo es únicamente un medio insignificante y enteramente "sacrificable" en aras del "bien común". De hecho, no sólo es inevitable que los individuos sufran y mueran, sino que muchas veces se ve como conveniente. La Historia es "un matadero". La sociedad ha sometido, y somete, a incontables individuos a la opresión y la injusticia.

¿Puede justificarse esto por un futuro brillante y maravilloso para lo que quede de la humanidad? ¿Puede justificarse en nombre de Dios? El Espíritu de Redención que procede del Padre y del Hijo, que fluye desde el crucificado/resucitado, nos da la respuesta: Dios reveló sus criterios; la Iglesia, misionera del Reino, debe proclamarlos para reforzar el desarrollo ético humano y apartarlo de sus extravíos:

Todos los individuos, todas las personas de cualquier época y condición, son "redimibles", son amados de Dios. Toda persona ha sido rescatada por Dios y posee un valor infinito, independientemente de sus méritos o culpas. Toda persona está llamada a la salvación, invitada al Reino, y esto quiere hacerlo Dios respetando su libertad, suavemente, sin imposiciones, amorosamente. Toda injusticia y opresión es contraria a la voluntad de Dios, es un camino extraviado para el acabamiento de la humanidad.

La misión del Reino no puede consistir en sustentar una estructura de poder humano, no puede ser el respaldo de una moral cerrada; al contrario, debe consistir en "fermentar" las sociedades humanas, proveyéndolas de una moral abierta hacia la Novedad Última.

Tampoco puede consistir en el desentendimiento de la realidad terrenal, en un ideal ascético que rechace lo material, lo vital y lo humano para esperar pasivamente un "cielo" ultramundano; debe encarnar en el mundo y en la historia los criterios de Dios benevolente, cargar la cruz de la realidad para llevarla a la resurrección de Jesucristo.

60._ Prolepsis

Pero existe un aspecto que es el más importante, a nuestro juicio, de la misión de la Iglesia: la "anticipación" del Reino.
Jesucristo no estaba equivocado: el Reino sí es inminente si se lo ve desde un punto de vista personal, como seguramente lo veía Él.

(Hemos afirmado que la Redención realiza un "bucle" en el tiempo: el espíritu de Dios ha unido el momento final de la historia --el "umbral de la emergencia última"-- con el momento histórico de la muerte/resurrección de Jesús. Podemos concebir, pues, que ante la conciencia de Jesús se abrían dos "futuros", dos vías temporales: una, la que pasa por su muerte y sigue por la secuencia temporal histórica normal; la otra, la que en su misma muerte alcanza la resurrección en el final de la historia. Esta segunda vía es la que llega a ser la más real para él: absorto en ella, habla de una inminencia real y cierta del Reino, que será visible también a los que luego comunique su Espíritu, proporcionándoles una perspectiva y una vivencia auténticamente anticipatoria del fin de los tiempos.)

Para quien lo ve con "los ojos de este mundo", en el tiempo público, universal, faltan miles de millones de años –probablemente-- para la aparición del Reino. Pero para cada persona individual, su resurrección al Reino llega en el momento de su muerte; viene pronto, todo lo más en pocos años, sorpresivamente, inesperadamente tal vez; por lo tanto, debe estar preparada, debe velar y orar, sin dejar apagarse su lámpara de fe, como la festejante que aguarda en la noche la aparición del esposo, al alba. Y para mantener y reforzar su fe y su esperanza estará viviendo anticipadamente la instauración del Reino; para ella, por gracia del Espíritu, el Reino ya está aquí, anticipadamente; ahora mismo empieza su transformación para incorporarse al Cuerpo Místico; su juicio y su conversión están ocurriendo continuamente durante su vida. El Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo están ya presentes en su interior, y en medio de los que se reúnen en Su nombre.

En su última cena con sus discípulos, Jesús les ofreció el pan diciendo: "tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Se refería, en una triple identificación, al pan, a su cuerpo humano actual, y a su Cuerpo Místico futuro; en un acto simbólico anticipatorio --pero auténticamente real--, quien come de ese pan está participando anticipadamente de su muerte: ese cuerpo "entregado"; pero también de su resurrección: incorporándose a su Cuerpo Místico resucitado, tal como había predicho diciendo:"soy el pan de vida venido del Cielo; quien coma de él vivirá para siempre". Y el vino es también símbolo auténticamente anticipatorio, tanto de su sangre físicamente derramada en la cruz, como de la sangre espiritual, la gracia divina, que fluye hacia cada miembro de su Cuerpo Místico.

Hay una palabra griega que significa "anticipación auténtica": "prolepsis", que se usa para referirse a vivencias como ésta. La cena del Señor, la consagración y consumición rituales de pan y vino como símbolos de su cuerpo y sangre, es prolepsis de la muerte y la resurrección de Cristo; quien participa de ella con esta intención está anticipando, a la vez que conmemorando, la muerte y la resurrección de Jesucristo y el advenimiento de su Reino. Es el sacramento de la Eucaristía.

La Iglesia cristiana es, pues, la comunidad --o comunidades-- que, por gracia del Espíritu, vive "prolépticamente" el Reino de Dios. Es ella misma --a pesar de lo indigna que pueda ser de ello-- prolepsis de la Nueva Jerusalén, la comunidad universal de los redimidos que será la Iglesia en sentido pleno. El cristiano vive anticipadamente en el Reino de Dios a través de los sacramentos: "signos prolépticos" de los acontecimientos y dones que se manifestarán plenamente al fin de los tiempos. El bautismo es prolepsis de la muerte (inmersión) y resurrección (emergencia), y de esa nueva identidad depurada --"nosotros mismos"-- que se alcanzará mediante la aceptación de la gracia de Dios. El sacramento de la "reconciliación", "penitencia", o "confesión", es prolepsis del arrepentimiento y el perdón que son requisitos y comienzo de la transformación y la entrada en el Reino. La "comunión" es prolepsis de la incorporación al Cuerpo Místico, a una "carne" y "sangre" espirituales compartidas con todos a través de Cristo --la anacefaleosis--, para la unión eterna con Dios --la apocatástasis--.

La vida sacramental, la oración, la meditación, pero sobre todo la acción justa y misericordiosa a imitación de Jesús, --de acuerdo a su mandamiento nuevo: "amaos unos a otros como yo os he amado"--, y toda forma de actividad auténticamente cristiana, puede adquirir este significado "proléptico", que permite gozar anticipadamente de los bienes eternos, y prepararse para la inminente --en tiempo personal-- venida del Reino de Dios.

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